19 de Julio de 2022
Publicado por el BID
En la primera entrega de este post hablamos del pasado y del presente de la educación en América Latina y recordábamos cómo, a pesar de los intentos de los países por mejorar sus sistemas educativos, y a pesar también de haber conseguido, con grandes dificultades, algunos avances en cobertura, la situación general de la educación en la región aún enfrentaba enormes retos, sobre todo en términos de calidad y equidad. Y entonces, llegó la pandemia. Una lluvia a destiempo de problemas añadidos sobre el suelo mojado de un contexto tremendamente desfavorable. En este post hablaremos de futuro. De cómo sacar partido de esta lluvia inoportuna para sentar las raíces de una nueva educación que, esta vez sí, nos lleve directamente hacia el futuro.
Como toda crisis, esta es una que, junto a sus riesgos, viene acompañada de una enorme oportunidad no solo para revertir las pérdidas educativas, sino para dar un salto largamente esperado. En efecto, a lo largo de estos casi tres años, la pandemia ha obligado a todos – desde los estudiantes y los padres y madres de familia hasta las autoridades educativas, pasando en especial por las y los docentes – a echar mano de un sinnúmero de recursos educativos que estaban ahí, pero que no se estaban aprovechando de manera significativa.
Es así como, “a la fuerza” – gracias a la pandemia – los países han aprendido a usar herramientas que no solo serán útiles durante la emergencia, sino que a futuro, conforme ceda la pandemia, deberán convertirse en instrumentos cotidianos de una nueva práctica educativa.
Las clases nunca volverán a ser solamente presenciales, sino que combinarán en distintas proporciones la presencialidad y diversas formas de aprendizaje remoto. Esto abre la puerta a interacciones muy variadas: las y los docentes podrán usar diversos tipos de plataformas y medios para ampliar o profundizar en distintos temas; los estudiantes ya no aprenderán solamente de su docente de aula, sino que podrán interactuar con muchos otros docentes, podrán aprovechar infinidad de recursos educativos o informativos y, algo particularmente potente, podrán interactuar y trabajar colectivamente con sus compañeros, con estudiantes de otros centros educativos, de otras zonas y hasta de otros países.
Si se toman las decisiones pertinentes, podrá haber un acceso abundante a recursos audiovisuales – como las lecciones y videos que se hayan grabado para la televisión o para circulación por Internet en muchos países durante la pandemia – o aplicaciones de aprendizaje disponibles para acceder a ellas desde las computadoras, desde las tabletas o los celulares. De nuevo, el equipamiento y la conectividad son retos que no pueden dejar de atenderse.
El esfuerzo más grande está en el diseño y producción de nuevos recursos educativos y, sobre todo, en comprender que estos recursos constituyen lo que se conoce como bienes públicos globales. Se trata de bienes cuya producción puede requerir de una importante inversión inicial – un gran costo fijo – pero, una vez que estos recursos existen, el costo marginal de que un estudiante más o un docente más tenga acceso a ellos es insignificante, por lo que debieran ser recursos prácticamente gratuitos.
En muchos países se han venido desarrollando herramientas y recursos de aprendizaje para enfrentar creativamente las consecuencias educativas de la crisis. Muchos de estos recursos pueden ser compartidos directamente o adaptados y contextualizados para ser igualmente aprovechados por estudiantes y docentes en otras latitudes. Incluso la interacción tanto de docentes como de estudiantes de diversos contextos tiene un potencial enorme en términos de los aprendizajes del siglo XXI.
Ya hay entidades trabajando en el establecimiento de muestrarios para recursos educativos de este tipo, como el BID que tiene este sitio o la Fundación Reimagina que ha desarrollado esta plataforma con varios países de América Latina.
Si esta crisis permite llegar a contar con este tipo de repositorios o, aún mejor, con plataformas sistemáticas para el aprendizaje colaborativo, para intercambios educativos, para crear redes regionales y globales de aprendizaje, habrá sido una crisis bien aprovechada. El riesgo habrá sido transformado en oportunidad.
Pero no se trata solamente de aprovechar los recursos tecnológicos disponibles. Se trata, sobre todo, de aprovechar el efecto colateral de la prolongada falta de presencialidad para estimular y promover procesos de aprendizaje autónomo por parte de las y los estudiantes.
La crisis de la pandemia ha hecho aún más evidente que, a estas alturas del siglo XXI, el papel de los docentes debe ser otro: ya no debe ser la persona que brinda información y conocimiento a sus estudiantes, sino quien les guía en sus procesos de aprendizaje. Tal vez la pandemia sirva para que, finalmente, las y los educadores se conviertan en promotores y guías activos de los procesos de aprendizaje autónomo de sus estudiantes.
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